A cuenta del pin parental

A cuenta del pin parental
Al hilo del debate que se ha introducido en la sociedad española sobre el pin parental, quisiera reflexionar a partir de algunas afirmaciones que se han ido realizando.

«Los hijos no son propiedad de los padres». Y es totalmente cierto. No son propiedad de nadie, tampoco del Estado, porque el ser humano nunca puede ser objeto de propiedad. Ni los hijos e hijas, ni la familia tienen propietarios. Y no es la única institución donde no podemos hablar de propiedad. Guillermo Rovirosa, promotor y primer militante de la HOAC, escribió un librito titulado ¿De quién es la empresa? En él se defiende que hay instituciones en las que no hay posibilidad de propiedad porque, al estar compuestas de personas, estas no son objeto de posesión. Son objeto de propiedad las cosas, y habría que aclarar que no de manera absoluta. Esto, referido a la familia, cobra mucha actualidad porque los comportamientos de muchos padres con sus hijos e hijas, de parejas entre sí… se establecen desde relaciones de propiedad. «Son mis hijos, es mi mujer o mi marido… y yo decido y hago lo que quiero». El Estado de derecho frena esta concepción de propiedad privada sobre otras personas, aunque sean los hijos o la pareja. Un ejemplo lo tenemos en la enseñanza obligatoria o en la defensa de la infancia ante el trabajo infantil. No es tan obvio lo que comento, porque si no, no tendríamos las cifras aterradoras de abusos, agresiones y asesinatos… dentro de las propias familias. Menos obvio aún es en el ámbito de la empresa, donde, bajo el único y principal objetivo de la obtención máxima de beneficios, las relaciones y las condiciones de trabajo se han «refeudalizado», cosificando a las personas trabajadoras y tratándolas como meros instrumentos o mercancías.

Que los hijos no sean propiedad de los padres ni del Estado no significa que ambos, en distinta medida, no tengan responsabilidad sobre ellos y su bienestar.

La familia, llamada a ser comunidad de personas en el amor, tiene una función fundamental que es servir a la vida. Y este servicio se concreta, entre otras tareas, en la educativa. Una tarea, responsabilidad básica de la familia, dirigida a formar a la persona en la plenitud de su dignidad. «Así, la educación es una aportación fundamental de las familias al bien de la persona y al bien común, siendo la primera escuela de virtudes sociales de las que tiene necesidad la sociedad. Con la educación, la familia tiene la responsabilidad de ayudar a que las personas desarrollen su libertad y responsabilidad, premisas indispensables para cualquier tarea en la sociedad»(1).

El Estado también debe poner todos los medios necesarios para que la familia pueda realizar esa función y, al mismo tiempo, garantizar que una institución como la escuela pueda colaborar decididamente con las familias en la educación e instrucción de los hijos.

Pero esta responsabilidad, tanto de la familia como del Estado, no se puede ejercer de manera arbitraria. La función que las familias tienen de educar a sus hijos en libertad y también, aunque en menor medida, el Estado en colaboración con ellas, se ha de desarrollar en un marco de valores, que no podemos obviar ni como padres ni como Estado. La libertad de las familias a educar a sus hijos no puede ir contra el derecho a la educación ni contra los principios éticos que hemos consensuado socialmente. Otro debate, muy interesante y necesario, es cómo construimos ese marco de valores y principios éticos en una sociedad cada vez más indiferente y proclive a la privatización de la fe y de las convicciones de las personas. Es muy difícil poder configurar y acodar un conjunto de valores y virtudes cívicas, si desterramos de la esfera pública las creencias, religiosas o no, donde se fundamentan esos principios éticos. Detrás de cualquier proyecto educativo hay una antropología, una manera de entender al ser humano y al mundo que habita. Son estos supuestos sobre los que construimos los objetivos, contenidos y metodologías que vamos a utilizar en el proceso educativo.

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«El derecho de los padres a decidir sobre la educación de los hijos». La responsabilidad fundamental de las familias sobre la educación de los hijos y las hijas, las lleva a tener un derecho de participación que no se puede conculcar. La cuestión es cómo las familias ejercen dicho derecho. Este no es absoluto, debe estar acompasado con el derecho a la educación de los hijos que, en España a partir de los 6 años, requiere de la escolarización obligatoria y del necesario consenso de valores y contenidos que se plasman, a través de la legislación educativa, en el currículum. Un currículum que no podemos elegir a la carta. Las familias pueden y deben participar y decidir de manera organizada y a través de los cauces establecidos en la ley, como son los Consejos Escolares, las AMPA y sus representantes… tanto en los colegios, como en instancias autonómicas como estatales. Otro problema, sobre el que curiosamente los defensores del pin parental y el derecho a decidir de los padres en la educación no dicen nada, es la merma de capacidad de decisión y de participación democrática de las familias en la escuela. No podemos olvidar el recorte que en este sentido supuso la LOMCE, última reforma educativa. Un ejemplo es el papel de los Consejos Escolares, pasando de ser decisorios en muchas materias a meramente consultivos.

«Nos preocupa la educación moral de nuestros hijos». Los defensores del pin parental ponen el acento en un concepto restringido de la moral, reducida a la moral sexual y de género. Parece que la escuela no educa en otros valores morales fundamentales para el ser humano como son las virtudes cívicas o los valores políticos, sociales y económicos. En demasiadas ocasiones es la moral neoliberal y mercantilista la que se respira en la organización y funcionamiento de la escuela. Y no solo en el currículum establecido sino, y esto es más grave y difícil de frenar, en el currículum oculto, aquello que viven y transmiten los sujetos que intervienen en la educación. Creo que las familias han de estar muy atentas a que los valores de la mala economía y la mala política que llevan a la competitividad, a una errónea forma de entender la excelencia, a un profundo individualismo y falta de compromiso social, etc., no se inoculen en nuestros hijos e hijas. Y para ello, es clave hacerle frente desde el compromiso organizado y participativo en los centros educativos y en los órganos donde pueden estar representadas las familias. No sería bueno que olvidáramos otra función de las familias como es la de participar en el desarrollo de la sociedad.

 

(1) Plan Básico de Formación Permanente. 3ª Parte.
Elementos básicos de la vida política. La familia. Célula vital de la sociedad.
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