¿Quién no…?

¿Quién no…?
¿Quién no ha esperado con ansias el puente de la Inmaculada para hacer una escapadita? ¿O deseado que, por fin, llegue la semana santa para ese viajecito programado? ¿Quién no ha sucumbido a la tentación consumista, sumergiéndose en una vorágine de compras durante las fiestas navideñas? ¿O, incluso, ha obsequiado a alguien en San Valentín?

Así, podríamos hacernos muchas más preguntas donde la relación entre consumismo y festividades religiosas se complementan armoniosamente, donde la diversión y la devoción parecen unirse y nos llevan a bailar al son de los sanfermines, el apóstol, la pilarica o el santo patrón de nuestro pueblo. Lo que comenzó siendo, exclusivamente, muestras del fervor popular (aún mantiene algo de ese sabor), poco a poco se ha ido convirtiendo en un número rojo en el calendario. Lo que se estableció como fechas relevantes y esenciales del catolicismo, para rememorar momentos trascendentales de nuestra religión, de personas que con su vida dan testimonio ejemplar de fe y fidelidad, las hemos convertido en simples fiestas, sin más objetivo que el ocio.

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