La Reforma del gobierno vaticano

La Reforma del gobierno vaticano

El 5 de junio ha entrado en vigor el nuevo estatuto de la Curia romana. Aprobada el pasado 19 de marzo, llega la hora de la verdad de la constitución apostólica Praedicate Evangelium, la esperada reforma del gobierno vaticano. Su parto ha sido alargado y costoso, 9 años. Su publicación también. No menos será su aplicación. El coordinador de los trabajos, el cardenal Rodríguez Maradiaga, ha dado la señal de alarma: “hay una huelga de brazos caídos en la Curia”. Por ello Francisco ha convocado los días 29-30 de agosto, en fechas insólitas, un consistorio de cardenales en la esperanza de que estos acaben por dar el empujón que la reforma necesita a una Curia más evangélica, sinodal y evangelizadora. Esto es, menos poderosa, vertical y política. Ya en el pontificado de Benedicto XVI había conciencia de la necesidad de meter un revolcón a la Curia. Por ello Francisco, desde los primeros días de su elección, se puso manos a la obra.

La Curia vaticana es heredera de una historia. En los siglos XIV-XV se produjo el Cisma de Occidente, con hasta tres papas en disputa. Para afrontar la crisis cogió auge la teoría conciliar. Sostenía que el cuerpo entero de la Iglesia, la congregación de los fieles, es la fuente de su propio derecho y que el Papa y la jerarquía eclesiástica eran sus órganos o servidores. La “reforma en la cabeza y en los miembros” era casi un lema de época. Estas ideas resultaron el preludio del parlamentarismo posterior. Pero la resolución de aquella grave crisis acabó en el extremo contario, en el fortalecimiento del papado, cuyo poder fue reivindicado más aún frente a la Reforma protestante y los Estados emergentes, convirtiéndose así el pontífice en el primer monarca absoluto. Paradójicamente, la Iglesia acabaría siendo la primera en adoptar el absolutismo monárquico, posteriormente imitado por las principales monarquías de la época (XVII-XVIII). Estas, en el XIX fueron evolucionando hacia formas democráticas, sin embargo, la Iglesia, radicalizó frente al liberalismo la alteridad entre la Iglesia docente y discente, su carácter de sociedad perfecta y desigual, y su formulación juridicista. A pesar del giro eclesiológico del Vaticano II, todavía en la actualidad el Código dice que el Romano Pontífice, como Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal, tiene “potestad suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia”, la cual “puede ejercer siempre libremente” (CIC 331).

En un modelo de estas características la Curia adquirió las formas propias de una corte monárquica al servicio de la autoridad suprema del Papa y quedó investida del poder pontificio frente a las Iglesias locales, nacionales y continentales, configurándose como un Estado frente a los Estados. Es revelador el imaginario monárquico y mayestático de los nombres de anteriores reformas de la Curia: Immensa aeterni Dei (Sixto V, 1588); Sapienti Consilio (Pío X, 1908); Regimini Ecclesiae universae (Pablo VI, 1967); Pastor bonus (Juan Pablo II, 1988). Todas ellas aluden a un imaginario mayestático, que remite a la grandeza de la Iglesia y de quien la rige y gobierna.

Praedicate Evangelium no es el inicio de la reforma de la Curia vaticana. De hecho, hay varias líneas de reforma, al menos cuatro, en las que ha habido importantes avances. Estas son: la primera, la económica, para adaptar la gestión de las finanzas a los estándares normativos de transparencia y eficiencia establecidos en las sociedades democráticas. La segunda, el fortalecimiento del órgano de la dimensión social de la evangelización, dando rango, unidad y peso a lo que se hacía, bajo el nombre de Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral. La tercera, la dotación de músculo en Doctrina de la Fe a la ortopraxia, poniendo voluntad, claridad y medios para la gestión transparente y reparadora de la pederastia, dando prioridad a las víctimas. La cuarta, la participación de las mujeres en la Curia vaticana. Si al inicio del pontificado no llegaba al 1% en la actualidad el 17% de los altos cargos están desempeñados por mujeres, laicas y religiosas.

Praedicate Evangelium confirma estas líneas, pero no se queda ahí, plantea además tres cuestiones de onda larga.

— Una curia evangélica, de servicio. La Curia no es una instancia de poder, sino de servicio: al Papa, a los obispos, al conjunto del Pueblo de Dios y a la humanidad. En el primer párrafo es citado el pasaje del lavatorio de los pies. La Curia ha de adoptar la forma Christi, el ejemplo del Señor “cuando lavó los pies a sus discípulos y dijo que seremos bienaventurados si también nosotros hacemos esto” (cf. Jn 13, 15-17) (PE, n. 1). Muy importante la precisión: la Curia romana “no se sitúa entre el Papa y los obispos” sino “al servicio de ambos en la forma que conviene a la naturaleza de cada uno” (PE, n. 8). Una apuesta por la descentralización en la Iglesia, lo que es crítico para la inculturación del cristianismo en un mundo más plural y policéntrico.

— Una curia misionera. En segundo término, la Curia no tiene otro fin que el de la Iglesia, esto es, la evangelización (PE, n. 3). Es precisamente el nombre del documento, Predicar el Evangelio (cf. Mc 16, 15; Mt 10, 7-8). Las llaves de Pedro no son las de un palacio, con acceso restringido, sino las que abren las puertas al encuentro de Dios con la humanidad, especialmente con la humanidad víctima. “Las puertas del Vaticano se abren para ir a la misión, no para venir al palacio” (Massironi). El sueño de una Iglesia en salida afecta de modo particular a la Curia, llamada a la “conversión misionera” (PE, n. 2). Señal clara del cambio de orientación es la preeminencia del Dicasterio para la Evangelización, y la presidencia del mismo por el mismo Papa, frente a la preeminancia del dedicado a la Doctrina de la fe.

— Una curia sinodal, más laical. En tercer lugar, una Curia al servicio de la comunión y la participación de toda Iglesia. Tiene un papel fundamental en la construcción de una Iglesia más sinodal. Una comunión hecha de escucha recíproca: “todos tienen algo que aprender: Pueblo fiel, Colegio Episcopal, Obispo de Roma”. Se acabó la división de la Iglesia docens –que enseña– e Iglesia discens –que escucha–. Una Curia que abre la puerta de una implicación de los laicos “en funciones de gobierno y responsabilidad” (PE, n. 10). Lo que conlleva la disociación entre sacramento del orden y el ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Es de subrayar también la pretensión de modernización de los hábitos de trabajo, con más coordinación interdepartamental, trabajo en equipo, mayor profesionalización, etc.

La reforma de la Curia es solo una pieza, esencial, pero solo una, de la reforma sinodal que Francisco impulsa. Urge una forma más democrática de ser Iglesia. Consuelo Vélez, teóloga feminista latinoamericana, en un reciente webinar de Religión Digital, le pedía al Papa que acelere el cambio de la reforma, porque son “demasiados siglos esperando a que cambie nuestra Iglesia y la paciencia se agota”. No, no estamos para diletancias ni para huelgas de brazos caídos. Lo que hace falta es determinación.

 

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