La pretensión de universalidad del llamado posteísmo

La pretensión de universalidad del llamado posteísmo
FOTO | Aamir Suhail, vía Unsplash

Una buena parte de las llamadas nuevas espiritualidades y “teologías posteístas” tienden a autopresentarse como las únicas con futuro, probablemente, muy impactadas por la experiencia de encuentro o religación con la “Realidad no-dual”, con el “Silencio místico”, con la “Gran Vida” o con el “Océano de la Unidad Infinita”. Por eso, gustan presentarse de esta manera, no solo estarían llamadas a barrer de la faz de la tierra a las espiritualidades y teologías “jesu-cristianas” y “uni-trinitarias”, sino también a todas las demás en favor de una nueva, universal. No se puede descuidar, suelen apuntar, que las tradicionales, además de incapacitadas para afrontar la secularización, no han podido integrar a las nuevas, precisamente, por haber primado sus respectivas singularidades al precio de la universalidad de lo que decimos y experimentamos cuando decimos “Dios”.

Es una búsqueda que, de manera muy matizada y cuidadosa, ya tuve la oportunidad de escuchar en boca de Ana María Schlüter en el encuentro con los miembros del área teológica de Cristianisme i Justícia (Barcelona) el año 1994.

1. Diálogo por contrapunteo

En aquella ocasión, la maestra Zen nos urgió a dar con “el verdadero fondo” o Realidad que nos vincula a todos y que, según sostuvo, trasciende a cada religión. Entendí que, con esta propuesta, se mostraba partidaria de una espiritualidad y, si fuera posible, de una especie de religión universal.

Esto fue algo que he visto formulado con más fuerza (y hasta desparpajo) en las llamadas nuevas espiritualidades y “teologías posteístas” y que, con el pasar del tiempo me ha ido pareciendo cada día más imposible; pero no por falta de voluntad, sino porque ya entonces empecé a comprobar algo que, posteriormente, se ha ido afianzando: que el diálogo interespiritual, interreligioso e “inter-teológico” (incluidos los “posteístas” y “ateológicos” de nuestros días) no estaba funcionando por disolución y superación de las existentes –tal y como proponía la maestra Zen–, sino por contrapunteo, es decir, por corrección (y superación) de lo que dicho diálogo permitía reconocer como deficientemente atendido o postergado en la propia espiritualidad, religión y teología.

Era claro que, con este contrapunteo, sin dejar de buscar el “verdadero fondo” que trascendía a cada religión, espiritualidad y teología, se acababan reforzando las propias.

2. La inagotabilidad de lo que decimos cuando decimos “Dios”

Sospecho que se procede de esta manera porque la Realidad o “verdadero fondo” que nos vincula a todos es experimentado y explicitado, tal y como lo evidencia la historia de las religiones y de la “ateología”, de muchas maneras, siendo, por ello, el fundamento de una gran diversidad de espiritualidades y teologías, incluidas las posteológicas y ateológicas. No hay de ella, una única explicación, pero tampoco una experiencia definitiva, sencillamente, porque es irreducible a ambas, por impactantes que puedan ser o por brillantes y seductoras que resulten. Es bastante más que lo uno y lo otro, sin descuidar que no todas las experiencias y explicaciones son igualmente significativas y consistentes e, incluso, coherentes.

No queda otro camino, al menos, de momento, me he dicho en muchas ocasiones, que acoger (y agradecer) la pluralidad de experiencias, teologías, ateologías y posteologías en la inagotabilidad de dicha Realidad o “verdadero fondo” en su enorme diversidad y riqueza de imaginarios.

3. La “diversidad reconciliada”

Me parece más correcto, apostar por lo que se llama “diversidad reconciliada”; una actitud y hoja de ruta que, aunque lentamente, también se va abriendo camino en el diálogo ecuménico e interteológico (y espero que también en el post-teológico y a-teológico), así como en el catolicismo, incluida la misma Curia vaticana.

Quizá, por eso, el nuestro es más un tiempo de hermanamiento o articulación (entre la “Unidad” experimentada o lo que decimos cuando decimos “Dios” y la pluralidad de espiritualidades y formulaciones) que de búsqueda de una especie de religiosidad o teología universal, aunque sea posteísta o ateológica. Es una convicción asentada en lo que está dando de sí el diálogo interespiritual, interreligioso e interteológico. Pero, sobre todo, fundada en la inmensa e inagotable riqueza (de experiencias y teologías) a partir de dicho “verdadero fondo”.

4. Dos cautelas

Estas consideraciones no pueden descuidarme de que una buena parte de las nuevas teologías y espiritualidades tienden a autopresentarse, sobre todo, estos últimos años, como los dolores de parto de una nueva religiosidad universal en ciernes. Queda por evaluar, me dije, hasta dónde y en qué apartados dicha pretensión es una aportación consistente y significativa que acoger y en qué puntos de las mismas podríamos encontrarnos con un neognosticismo o iluminismo redivivo (en nombre de una imprescindible experiencia personal) o con un inquietante adanismo veritativo (en nombre de un saludable antidogmatismo) o con los dos a la vez.

4.1. Gnosticismo redivivo

Si es cierto que el neognosticismo o iluminismo redivivo presenta en su haber una legítima reivindicación de la relación con el “Océano de la Unidad Infinita” o la “Realidad no-dual”, también lo es que no puede eludir el riesgo de incurrir, al enfatizar dicha relación, en una experiencia subjetiva que resulta tan impactante como, muchas veces, motivo de preocupación: suele ser frecuente que quienes lo han experimentado (y más, de manera radical y contundente) tengan enormes dificultades para pasar la criba de una racionalidad intersubjetiva, ética y argumentadamente compartida.

La historia del gnosticismo invita a estar muy atentos al fundamentalismo subjetivista; un compañero de camino difícilmente eludible en toda propuesta que absolutice la transparencia de la Divinidad en la mismidad y renuncie al contraste –racional y ético– con los imaginarios, teologías y espiritualidades que también brotan de enfatizar –de manera legítima– lo que decimos y experimentamos cuando decimos “Dios” en mediaciones o transparencias tales como el cosmos, la vida, la historia y el ser humano; por supuesto, en el presente y con la ayuda del pasado.

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Al fin y al cabo, guste o no, seguimos siendo enanos subidos a las espaldas de un gigante (la tradición) y, gracias a estar subidos a ella, podemos ver un poco más lejos, pero, también tenemos la posibilidad de no repetir los errores ya cometidos. Y los propios del gnosticismo son sobradamente conocidos: los más importantes giran en torno a la indudable relevancia de la experiencia que, absolutizada, acaba dando por bueno un subjetivismo irracionalista de cuyas tropelías tenemos información sobrada, por más que en su erradicación se hayan cometido errores de igual (o más) entidad. Basta con repasar la historia.

4.2.- Adanismo veritativo

Por su parte, es propio del “adanismo veritativo” reivindicar, igualmente cargado de razones, la necesidad de quitarse algo del mucho polvo dogmático acumulado por las teologías, las religiones y espiritualidades tradicionales en su andadura por la historia, incluidas también las no cristianas. Y más, cuando el formato en el que vienen envueltas sea desmedidamente deudor de su inculturación en un momento determinado que, superado, resulte insignificante o inaceptable en otro posterior o en el presente.

Pero cuando –como frecuentemente, sucede– dicho “adanismo veritativo” solo atiende a la inatrapabilidad conceptual y discursiva del “Silencio místico” o de la “Gran Vida”, se rompe con el inmenso saber acumulado a lo largo del tiempo; se tienen enormes dificultades para no acabar repitiendo los errores del pasado; se cierran las puertas a participar y disfrutar de lo mucho que –bueno, bello y racionalmente sólido– ha ido alcanzando y formulando la persona religiosa en su andadura a lo largo de la historia (a partir, obviamente, de experiencias tan impactantes –o más– que las personales, aunque no solo) y es muy probable que se descuide que lo que decimos cuando decimos “Dios” también es irreducible a la experiencia personal en cuanto tal, por tumbativa que pueda ser.

Está bien recordar la alteridad e inatrapabilidad conceptual del “Océano de la Unidad Infinita” o de la “Realidad no-dual”, así como del mucho (y necesariamente superable) polvo dogmático con que ha quedado envuelta su experimentación (personal y colectiva) a lo largo de la historia, pero tampoco está de más ser conscientes de la inculturación e historicidad en la que viene expresada su experiencia, también en la actualidad. Entiendo que este es un asunto que requiere ser analizado y evaluado en la importancia que presenta: ¿es posible una experiencia directa, no mediada ni siquiera por la propia subjetividad (también históricamente condicionada, no se olvide) de lo que decimos cuando decimos “Dios” en nuestros días? Me parece una pretensión tan admirable como imposible. Recordar esta cautela ayuda a situar la verdad y la limitación que ronda a quienes, en nombre de una saludable superación de todo dogmatismo heredado e insignificante, tienen muchas dificultades para no incurrir en lo que denuncian, además de en adanismo veritativo.

5. El “universal concreto”

Hay, finalmente, otro punto que un “jesu-cristiano uni-trinitario” también tiene que poner sobre la mesa, por más que algunas de las nuevas teologías y espiritualidades lo oculten o no lo consideren en la importancia que realmente presenta, al menos para sus seguidores: el Dios transparentado en lo dicho, hecho y acontecido en Jesús de Nazaret no es el “No-lugar de la Plenitud”, la “Gran Vida”, el “Silencio místico”, el “Todo sin nombre” o el “Absoluto” sin rostro y sin programa, sino uno de los nuestros.

Por eso, sin dejar de sintonizar con esta búsqueda de universalidad, los “jesu-cristianos y uni-trinitarios” la percibimos y experimentamos, a la vez, con programa (el del monte de las Bienaventuranzas), como Tabor y Calvario o, si se prefiere, como consoladora caricia y aguijoneante provocación en los crucificados de todos los tiempos y en los de nuestros días.

Lo que experimentamos y decimos cuando decimos “Dios” es, ciertamente, universal, pero, a la vez, singular. Por ello, entiendo que la pretensión de una religiosidad universal sin concreción difícilmente puede encontrar aprobación entre los “jesu-cristianos uni-trinitarios”: no creo que estén (mejor dicho, que estemos) dispuestos a dejar en la cuneta, el discurso y el programa de las Bienaventuranzas; la “carne” o los calvarios actuales ni, por supuesto, los murmullos, transparencias y anticipaciones tabóricas que son perceptibles y disfrutables en el presente.

La búsqueda de la unidad interreligiosa e interespiritual en torno al llamado “verdadero fondo” es importante, pero no al precio de ocultar, renunciar o diluir la singularidad histórica de Jesús de Nazaret. De ahí la relevancia que tiene lo concreto; algo que, en el caso del cristianismo, pasa por acoger la unidad del Jesús histórico y del Cristo de la fe, “Jesu-Cristo”, en comunión con el Padre y el Espíritu. Y de ahí, la importancia del encuentro y del diálogo teológico, interreligioso e interespiritual vivido y celebrado como “diversidad reconciliada” de experiencias y discursos concretos; para nada, como búsqueda de una religiosidad, espiritualidad y teología (sea “posteísta” o “ateológica”) que, pretendidamente universal al precio de lo singular, percibo, cada día que pasa, más inviable; por no decir que imposible.

 

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