Dignidad infinita

Dignidad infinita
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El 8 de abril, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe hizo pública la declaración Dignitas infinita (Dignidad infinita) sobre la dignidad humana, la dignidad infinita de cada persona y de todas las personas.

Se trata de un documento oportuno y muy importante. Merece ser reflexionado con atención para orientar la vida y acción de los cristianos y para proponer socialmente la defensa de la dignidad. Es muy valioso como propuesta para el diálogo en y con la sociedad.

Es importante para la Iglesia porque, como se dice en la Presentación, «la Iglesia está profundamente convencida de que no se puede separar la fe de la defensa de la dignidad humana, la evangelización de la promoción de una vida digna y la espiritualidad del compromiso por la dignidad de todos los seres humanos». Es importante para la sociedad porque necesitamos «que el respeto a la dignidad humana, más allá de toda circunstancia, se sitúe en el centro del compromiso por el bien común», porque «es sobre la base del reconocimiento de la dignidad humana como se sustentan los derechos humanos fundamentales» y la convivencia social (n. 64). Es tarea social esencial «la realización concreta y efectiva de la dignidad humana» (n. 65).

Este texto pretende, por una parte, ayudar a comprender mejor lo que es e implica esa dignidad infinita de cada persona. Por otra, señalar algunas situaciones en que se viola o se pone en riesgo esa dignidad y que piden una respuesta concreta para afirmar la dignidad de cada persona y de todas las personas.

Sobre lo primero, nos parece particularmente destacable la afirmación sobre el carácter incondicional de la dignidad: la dignidad de la persona se fundamenta en su propio ser persona, en nada más. Por ello, «le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre» (n. 1), por lo que «todo ser humano debe ser reconocido y tratado con respeto y amor» (n. 2). Es decir, la dignidad de toda persona y de todas las personas no puede ser relativizada, nunca. Cosa que en la práctica ocurre con demasiada frecuencia en nuestra sociedad, por la imposición de los intereses de los más poderosos y, sobre todo, por una deformación de la libertad –central en la realización de la dignidad humana– por el individualismo y la autorreferencialidad que es incapaz de hacerse cargo de la dignidad de los demás. Necesitamos una profunda reflexión y acción, personal y social, sobre la responsabilidad hacia los demás.

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Sobre lo segundo, la declaración presenta –sin pretender ser exhaustiva– un conjunto de situaciones sobre las que también necesitamos una profunda reflexión social para crecer en la afirmación de la dignidad de la persona. Unas pueden ser más polémicas que otras, pero todas necesitan ser afrontadas con profundidad: la pobreza como una de las realidades que más niegan la dignidad de todos los seres humanos, incluyendo en ella la negación de la dignidad del trabajo y el trabajo digno, la guerra, el trabajo de las personas migrantes, la trata, los abusos sexuales, las violencias contra las mujeres, el aborto, la maternidad subrogada, la eutanasia, el descarte de las personas con discapacidad, la teoría de género, el cambio de sexo y la violencia digital.

Poniendo los ojos en Jesús, en la declaración hay una constatación que nos parece importante destacar por estar en el corazón de lo que la Iglesia estamos llamados a aportar a la sociedad: la afirmación de la dignidad humana pasa por poner en primer lugar las necesidades de los empobrecidos y vulnerables. Es el mejor camino para crecer en la afirmación práctica de la dignidad humana. Jesús afirmó la dignidad de todas las personas, pero «nació y creció en condiciones humildes y reveló la dignidad de los necesitados y los trabajadores» (n. 12). Jesús afirmó la dignidad infinita de todas las personas, pero, sobre todo, «de aquellas personas que eran calificadas de “indignas” (…) el ser humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y sufriente» (n. 19).

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