Una historia de la pandemia

Una historia de la pandemia
Cuando pidieron profesionales para cubrir las bajas por contagio de COVID-19 en una residencia de personas con discapacidad de la misma asociación en la que trabajo me ofrecí voluntariamente.

Era algo muy diferente a mi trabajo habitual como encuadernadora en un taller ocupacional de Afanias. El primer día, llegué con miedo, incertidumbre, dudas, pero con ganas de ayudar y ser útil, en medio de la tristeza por el fallecimiento de un residente, entre gente a la que no conocía y a las que el consuelo no llega, porque no había palabras suficientes.

Tenía que levantar a personas de sus camas, ayudarles a asearse, a vestirse, hacerles la cama…, sin una caricia, con guantes y una mascarilla que no deja ver las sonrisas, pero con música y buen humor. Necesitamos contagiarnos de otro bicho, el de la alegría para tener fortaleza y no sucumbir.

El mismo Jesús hablaba de Dios, no con discursos abstractos, sino con parábolas, narraciones breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la vida se hace historia y luego, para el que la escucha, la historia se hace vida: esa narración entra en la vida de quien la escucha y la transforma.

Nos dice el papa Francisco: «Necesitamos paciencia y discernimiento para redescubrir historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas laceraciones de hoy; historias que saquen a la luz la verdad de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana».

En una reunión con mi equipo de siempre, me di cuenta que yo estaba en otra realidad paralela. Mis compañeros no podían experimentar las emociones que se palpaban en la residencia: angustia, sufrimiento, impotencia, dolor, resignación. Sentía que me había metido en la boca del lobo, mientras otros compañeros trabajaban desde casa, o habían sido incluidos en el ERTE.

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Estaba compartiendo mi vida junto a personas a las que su pequeño mundo de la residencia se les había puesto patas arriba, con sus rutinas desmoronadas, con jornadas con tiempos muertos largos e interminables, sin salir a la calle, personas confinadas en su habitación, limitando sus movimientos y su deambulación por el centro, restricciones de horarios, usando mascarillas…, y dejándose hacer y guiar. Aprendí a acoger con paz y serenidad esa realidad, a vivirla con todos sus matices.

La historia de Cristo no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre actual. Nos muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne, nuestra historia, hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También nos dice que no hay historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de que Dios se hizo historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia divina.

Ha sido estremecedora la experiencia de sentir con intensidad la comunión fraterna con los militantes de mi equipo y el resto de militantes de la diócesis, sosteniendo mi compromiso en estos momentos de debilidad e incertidumbre, en los momentos de oración, en las eucaristías compartidas, a pesar de no estar juntos físicamente pero sintiéndoles muy cerca espiritualmente.

Las llamadas de gente cercana me daban aliento y ánimo. Las miradas agradecidas de mis compañeras de la residencia me han dado motivación. La oración de la mañana, fortaleza y confianza en momentos en los que despertaba con el corazón encogido y angustiado ante la incertidumbre y la desesperación. Pero cada mañana empezaba con energía, para dar amor, cariño y aliento a personas desencantadas, desesperadas, frustradas, con miedo y poca esperanza.

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