Hermano sol, hermana luna

Hermano sol, hermana luna
Imagen I Deepak kumar Patel (vecteecy)
«¿Dónde está tu hermano?», le preguntó a Caín. Y podrían hacernos esa misma pregunta a cada uno de nosotros: ¿Dónde está tu «hermano» sol, tu «hermana» luna, tus «hermanas» estrellas, tu «hermano» viento, tu «hermana» agua, tu «hermano» fuego, tu «hermana» y madre tierra?

Hace mucho que no estás con ellos. Hace mucho que no los miras, ni los escuchas. Y muchos respondemos, ¿qué hermanos? ¿acaso tengo yo hermanos de esos? o incluso, ¿es que soy yo el guardián de mis hermanos?

Esto es lo que nos separa de la naturaleza: que es nuestra hermana, y no la reconocemos ni nos importa. Es como si tener por hermanos al sol y al agua fuera exclusivo de san Francisco. En lugar de mirar a la Tierra y tratarla como a un ser querido, los occidentales la hemos convertido en un objeto de consumo ilimitado –lo cual es un absurdo, pues los recursos del planeta son de por sí limitados–. El cacique y chamán yanomami Davi Kopenawa lo denuncia abiertamente: «Los blancos sois las personas de la mercancía, las personas que no escuchan a la naturaleza, porque solo estáis interesados en los beneficios económicos». La modernidad, basada en el razonamiento utilitario e instrumentalmente analítico, nos ha llevado a la ilusión falsa de que estamos separados de la naturaleza, y de que podemos vivir aparte y por encima de ella. «¿Soy yo el guardián de mi hermano?». Todos sabemos cómo acaba la historia de Caín y Abel.

Afortunadamente, podemos ir en una nueva dirección, en la que vivamos humanamente, cuidándonos unos a otros con compasión y amor por la Tierra. De hecho, ya existen modos de vida que parten de una escucha, un conocimiento y una relación profunda con la naturaleza. Los pueblos indígenas son un ejemplo de ello. A pesar de ser tan solo un 5% de la población del planeta, las comunidades indígenas protegen el 80% de la biodiversidad global. Evidentemente, no se trata de «convertirnos» en indígenas, sino de escucharlos y adoptar su sabiduría.

Podemos empezar incorporando una visión de la Tierra como un superorganismo viviente: el biólogo Edward Wilson nos recuerda que alrededor de diez mil millones de bacterias viven en un solo gramo de tierra. Para que nos hagamos una idea, en una cucharita de tierra sana hay más microorganismos que toda la población humana del planeta. Recuperar la fraternidad con la naturaleza empieza por volver a despertar nuestra fascinación ante el universo. Esta contemplación nos lleva a descubrir en él lo sagrado, y nos introduce de nuevo en la Casa que habíamos abandonado. Solo una relación personal con la Tierra nos hace amarla. Y lo que amamos, no lo explotamos, sino que lo respetamos y veneramos.

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Desde hace muchas décadas, y en todas las latitudes del mundo, hay personas que están elaborando una cosmovisión diferente a la propuesta por la tecnocracia. En España, por no ir más lejos, el filósofo y teólogo Raimon Panikkar ha hablado desde los años 90 sobre la «ecosofía», que significa «sabiduría de la Tierra». Esta visión expresa la conciencia de que la Tierra es un ser vivo y cuestiona nuestra relación con el mundo natural. Para la ecosofía, la Tierra es nuestro hogar y –junto con lo humano y lo divino– uno de los tres elementos fundamentales que componen la realidad. Por este motivo, Panikkar nos propone escucharla, para redescubrir en ella los ritmos naturales de la vida, y actuar en consecuencia. Somos una parte integrada e interdependiente de la red de vida. Como diría el zen, todo se apoya en todo. Esta conciencia es crucial para volver a sentirnos «parte de» la naturaleza y para reconocer en ella, en todos los elementos y en todos los seres, a nuestros hermanos y hermanas. En este nuevo paradigma, la principal preocupación se dirige hacia la vida, hacia la humanidad y hacia la Tierra viviente, en lugar de hacia el progreso o la acumulación ilimitados. En otras palabras, en esta visión, la vida es preferida a la ganancia, el bien colectivo a las ganancias individuales, y la cooperación a la competencia.

A través del contacto con la belleza, la perfección y la completitud del universo, podemos recuperar nuestra conexión con nosotros mismos y con el ser viviente en el que habitamos, la Creación, fuente de vida. Y cada uno de nosotros puede entonces contestar con total naturalidad: «Sí, soy guardián (o guardiana) de mi hermana-madre Tierra». Esta responsabilidad gozosa de jardineros de la Creación, no solo nos traerá beneficios a nivel práctico –tanto a nivel individual, como puede ser en la salud, como a nivel colectivo, evitando las peores consecuencias climáticas a nivel global– sino que, a través de esa interconexión, también hallaremos el auténtico secreto de la existencia, tan esencial como sencillo: que todos somos uno.

Bibliografía complementaria

 

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