Reforzar el sistema público de salud

Reforzar el sistema público de salud
Tras la permanencia en estado de alarma durante tres meses, la evolución de la pandemia de COVID-19 está permitiendo completar el proceso de desescalada y recuperar la llamada «nueva normalidad».

Han sido semanas de aislamiento y preocupación en casa, de pérdida de seres queridos sin posibilidad de abrazos o despedidas, de generosa dedicación y entrega de los profesionales sanitarios más allá del deber, de intenso esfuerzo de muchos otros trabajadores esenciales para mantener necesidades básicas de todos.

Es el momento de reflexionar sobre la importante función de los servicios públicos, ya que la crisis generada por esta infección respiratoria ha puesto de manifiesto una serie de carencias estructurales en materia de atención sanitaria y de salud pública que debemos reparar.

Nuestro Sistema Nacional de Salud, pilar fundamental del estado del bienestar, es el resultado del esfuerzo solidario de las personas más sanas y con más recursos hacia aquellas que son más pobres y tienen más problemas de salud. Sin embargo, ha estado expuesto desde su creación en 1986 a múltiples amenazas, fruto de las políticas neoliberales desarrolladas que han ido deteriorando su vocación de universalidad y equidad.

La primera y más determinante de estas amenazas es la subfinanciación crónica del sistema sanitario, expresada como un descenso continuado del gasto público en salud desde 2009 (INE, % PIB destinado a salud), que nos mantiene alejados del promedio de gasto de la Unión Europea y que presenta además importantes diferencias entre comunidades autónomas. Este recorte de inversión pública se superpone al aumento del gasto directo en salud de las familias (aquellas cuya renta lo permita), mediante seguros médicos principalmente, y a la implantación de sistemas de copago (fármacos y ortopedia) que también trasladan gasto público a gasto privado.

En segundo lugar, la deriva mercantilista y privatizadora de las políticas sanitarias aplicadas en las últimas décadas ha permitido la proliferación de hospitales y centros de salud de gestión privada así como la creciente concertación de atención sanitaria con las empresas privadas para reducir listas de espera. Por desgracia, es bien conocido que privatizar la sanidad conlleva un aumento global de costes, empeora la calidad de la asistencia y las condiciones laborales de los trabajadores, incrementa la desigualdad y la inequidad de acceso al sistema y sobre todo, convierte la salud en una mercancía.

Desde el comienzo de la alerta sanitaria, hemos descubierto que «la sanidad pública española no era la mejor del mundo» y que no estaba preparada para asumir tal crisis de salud pública cuando mostraba insuficiencia de personal sanitario, de camas y respiradores, falta de pruebas diagnósticas o de equipos de protección. Pero al mismo tiempo, hemos visto cómo los sistemas públicos de salud eran los únicos dispuestos a afrontar el cuidado de estos enfermos «no rentables».

Privatizar la sanidad conlleva un aumento de costes,
empeora la calidad de la asistencia y las condiciones
laborales, y, sobre todo, convierte la salud
en una mercancía

Como tercera amenaza, recordemos el olvido sistemático de la Atención Primaria, puerta de acceso y eje vertebrador del sistema, pero infradotada en presupuesto y personal (especialmente enfermeras y trabajadoras sociales), con tiempos muy escasos para atender a pacientes y con condiciones laborales altamente precarias. Sabemos que en los centros de salud se podría resolver hasta el 90% de problemas de salud de la población y se podrían desarrollar labores de educación, prevención y promoción de salud, muy abandonadas en los últimos años. Todo ello con un uso proporcionado de tecnologías, puesto que a menudo «menos medicina supone más salud», sobre todo, con pacientes crónicos. Durante la pandemia, han sido estos maltratados médicos de familia y enfermeras comunitarias quienes han realizado el seguimiento y el control de miles de pacientes en sus casas.

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En cuarto lugar, la infraestructura de Salud Pública ha sido progresivamente desmantelada mediante sucesivos recortes, priorizando el gasto en infraestructuras hospitalarias y de alta complejidad tecnológica. Así, han desaparecido recursos fundamentales para el análisis de la situación de salud de la población, la vigilancia epidemiológica y control de enfermedades infecciosas como la actual, la prevención de enfermedades no transmisibles como obesidad o cáncer, la reducción de conductas de riesgo (tabaco, alcohol, otras drogas, enfermedades de transmisión sexual), o el diseño de políticas y programas para reducir las desigualdades en salud (Funciones Esenciales de Salud Pública, OMS). Esta tendencia es universal, por lo que no sorprende que esta zoonosis (enfermedad que se transmite desde un animal al ser humano) haya tenido su origen en un «mercado húmedo» donde se venden animales vivos y se comercia cruelmente con especies salvajes, sin medidas básicas de higiene y salubridad.

De esta forma, el sistema de salud sigue siendo incapaz de generar, de forma coordinada con los recursos públicos medioambientales y de servicios sociales, una red de seguridad social y económica que corrija las crecientes desigualdades en nuestra sociedad. Las cifras de la crisis sanitaria nos lo han recordado al registrar un desigual número de víctimas de la COVID-19 entre los pobres, las minorías, los marginados o los ancianos que viven en gigantescos, mal asistidos sanitariamente y deshumanizados centros residenciales.

Otros retos para la Sanidad Pública resurgen tras la crisis, como la atención a la cronicidad, el aumento de listas de espera, la deshumanización de la asistencia, la participación de la ciudadanía en la gestión del sistema o la creciente prescripción de fármacos que genera cada vez más pacientes polimedicados.

Y, en cualquier caso, la pandemia nos ha recordado la necesidad de apostar por la Sanidad Pública, anteponiendo el derecho de la población a una atención sanitaria de calidad a los intereses del mercado.

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