El sabor amargo de las “berries” en los campos agrícolas

El sabor amargo de las “berries” en los campos agrícolas
Genaro Ávila-Valencia, SJ, narra su experiencia como trabajador agrícola junto al pueblo indígena P’urhépecha, en el Estado de Michoacán de México. Es el tiempo de recolección de las berries –frambuesas, arándanos, zarzamoras–, del sol, del sudor, del cansancio hasta el límite.

El pasado mes de diciembre tuve la oportunidad de colaborar en la Sierre P’urhépecha en el Estado de Michoacán (México). Una tierra fría, como toda sierra, pero cálida como casi toda población indígena. Históricamente, una de las grandes pasiones de nosotros, los jesuitas, han sido las misiones indígenas, muchos de tenemos plantado el corazón ahí. Lo hemos aprendido de nuestra Iglesia, que es madre, y como tal no es ajena a las penurias que viven sus hijos. Con miles de esfuerzos trata de generar un diálogo intercultural para dar a conocer la buena nueva y el deseo de vida en abundancia que Cristo nos comunica. Esa buena noticia se ha traducido en diferentes idiomas, modos, formas y sensibilidades. Un reto cotidiano que muchas iglesias viven calladamente en los rincones aparentemente más olvidados de la tierra.

Mi experiencia duró tan solo quince días y, es verdad, una quincena es muy poco tiempo para caminar junto a un pueblo; pero fue un tiempo en el que intenté hacer mucho apostolado de la oreja (como diría el papa Francisco), mediante la escucha pude darme cuenta de los pesares de la gente, de lo que les duele, de los problemas de los jóvenes con la drogadicción, de las muchas broncas al interior de las familias, de la pérdida de su identidad indígena, la explotación económica y la humillación cultural que siguen viviendo por parte de muchos hermanos no indígenas.

Trabajo indecente

Sin duda la explotación económica es una de las situaciones que más me dolió acompañar. Fui con ellos a trabajar a un invernadero y cosechar frambuesas que generalmente se exportan a países de primer mundo para ser vendidas a un alto precio. Se trata de compañías de inversión extranjera directa que vienen a México a explotar sus fértiles tierras hasta dejarlas casi estériles con tantos agroquímicos. Empresas que vienen a explotar también a la gente, si son campesinos e indígenas mejor, por sueldos ridículos que les obligan a trabajar sin descanso en las condiciones más injustas, sin ningún tipo de seguridad social, ni prestaciones de ley. Para ir a trabajar en el corte de la berries (frambuesas, arándanos, zarzamoras) hay que levantarse a las 4:30 de la mañana porque entre las 5 y 5:30h pasa un señor, tipo capataz, a recoger a los cortadores. Los transportan en la parte trasera de camionetas de carga, sin nada que los cubra del frío que duele y cala hasta los huesos, excepto por la cobija de lana que cada uno pueda llevar consigo.

El recorrido dura casi una hora y media y, como es obvio, ese tiempo nadie se los paga. El corte empieza a las 7:00h. Hay dos formas de trabajo: uno por día con un sueldo fijo de 10,15 dólares (USD) en una jornada de casi 10 horas y otro por destajo (contrato) donde pagan 1,17 USD por caja (una caja incluye 12 tarrinas de 300 gramos cada una). La fruta muy madura que no puede pasar los exigentes estándares de exportación se tiene que cortar también porque se deja para la venta local; por cada cubeta de 750 gramos, pagan 0,10 USD. Yo podía piscar [recolectar] solo 8 cajas y 7 cubetas lo que significa que en total ganaba alrededor de 10 USD; esto en una jornada de más de 10 horas efectivas. Del frío al calor. Todo el jornal de pie y con solo 40 minutos para medio almorzar a las 10:00 de la mañana. Los regaños y accidentes tampoco nadie los paga; todo esto sin los cuidados pertinentes en un contexto de pandemia que complejiza aún más la situación.

Imposibilidad de vida familiar

Cuando estos jornaleros vuelven a sus comunidades y a sus casas están verdaderamente exhaustos y muchas veces con una fuerte jaqueca producto del intenso sol. Llegan a sus casas a seguir trabajando y a preparar la comida para el día siguiente. Al estar ausentes de casa, sus hijos suelen estar un tiempo en la escuela y después prácticamente solos todo el día a expensas de la ociosidad, de los vicios de la calle y de la delincuencia que, como león hambriento, los acorrala. Las familias conviven únicamente un par de horas y después se van a dormir porque al siguiente día hay que seguir trabajando hasta el cansancio, como si fueran parte de un frío engranaje de este inhumano sistema económico.

Al final de aquella jornada, con lágrimas, dolor y el cansancio de mi propio cuerpo, caía en cuenta que el color intenso de las frambuesas y de todas las berries es equivalente a la injusticia que empapa a ese trabajo. Como siempre, los más débiles pagan con sus cuerpos y su vida los gustos de los insaciables paladares de los privilegiados (entre ellos yo mismo). No obstante, como me diría un amigo, vivir como jesuita esta cruda realidad con la gente la hace más amable, aunque eso no quita en nada la injusticia. Esta es la virtud de los pobres, la gracia que tienen para convertir lo peor en una oportunidad de mostrar humanidad y bondad. Son los misterios del Reino y de una iglesia sencilla que germina allí en los surcos cubiertos de sudor y trabajo de un pueblo que en lo cotidiano de sus días está prendado de eternidad.

 

¿Necesitas ayuda? ¿Algo que aportar?