Hacia atrás, ni para tomar carrerilla

Hacia atrás, ni para tomar carrerilla
FOTO | Vía @vaticannews_es

La verdad es que leyendo la crítica del cardenal Müller en Carta abierta al también cardenal Duka sobre la respuesta dada el pasado 25 de septiembre por el, igualmente, cardenal Víctor Manuel Fernández, nuevo prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, a una serie de preguntas del propio Duka sobre la comunión eucarística para los divorciados vueltos a casar, he tenido que volver a repasar, en latín, el número 25 de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, porque me parecía que el cardenal Müller no contemplaba debidamente –en la primera de las argumentaciones que aporta– la diferencia que se establece en dicha Constitución Dogmática entre la “obediencia religiosa” (obsequium religiosum) y el asentimiento de fe (assensus fidei).

Y, después de haber repasado la Lumen gentium me encuentro con que el cardenal Müller hace descansar una buena parte de su carta recurriendo a una expresión inexistente en dicha Constitución Dogmática y extraña en el mundo dogmático, jurídico y teológico (“asentimiento religioso de la inteligencia y de la voluntad”). Se trata de una expresión empleada por primera vez en el famoso Responsum del 28 de octubre de 1995 de la Congregación para la Doctrina de la fe sobre la autoridad de la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994). Eran los tiempos en que dicha Congregación estuvo presidida por el entonces cardenal J. Ratzinger.  

Y puesto en plan picajoso e, incluso, resabiado, como lo hace él a lo largo de una buena parte de su carta, me encuentro, igualmente, con que el cardenal Müller parece desconocer –o, al menos no contemplar debidamente– que dicho Responsum es un texto de la Congregación, aprobado in forma communi, no in forma specifica, es decir, su autoría es responsabilidad de la Congregación y el Papa se limita a autorizar su publicación. Hasta ahí llega toda la “autoridad” jurídica, teológica y dogmática del “asentimiento religioso de la inteligencia y de la voluntad” sobre el que funda una buena parte de su argumentación. 

Tengo que indicar que, recurriendo a tal artimaña, aparca la clara y nítida diferenciación establecida por la Constitución Dogmática, Lumen gentium, en el número 25, entre “asentimiento de fe” y “obsequio religioso”. Y también he de señalar que está sometiendo dicha diferenciación conciliar al parecer u opinión de la Congregación para la Doctrina de la fe, aunque ésta se encontrara presidida por J. Ratzinger cuando se intentó poner en circulación tal artificio conceptual.

A diferencia de lo que sostiene el cardenal Müller (y con él, la mayoría de los compañeros cardenales con las “dudas” en las que parecen estar sumidos, probablemente –insisto en ello– por prestar más atención al Responsum de 1995 de la Congregación para la Doctrina de la fe que a la Constitución Lumen gentium), en el Vaticano II se establece dicha diferenciación entre “asentimiento de fe y “obediencia religiosa” para proclamar que el “asentimiento de fe” es lo que se pide al católico cuando se alcanza y formula una doctrina infalible e irreformable, mientras que la “obediencia religiosa” es lo que viene solicitado por el magisterio falible o, en el mejor de los casos, inerrante o indefectible, es decir, histórico.

Si en este último tipo de verdades se pide obediencia religiosa (obsequium religiosum) porque lo que está en juego es la santidad personal, con las verdades infalibles e irreformables se exige el asentimiento de fe (assensus fidei) porque lo que está en juego es la fe y la pertenencia eclesial. Y por si alguien tuviera dificultades para diferenciar un tipo de magisterio de otro, conviene recordar que para que una doctrina proclamada mediante un juicio solemne sea inequívocamente reconocida como infalible e irreformable, y, por tanto, para que sea recibida con asentimiento de fe, ha de respetar, a la luz del Vaticano I y II, cuatro criterios: ha de ser una verdad revelada por Dios; proclamada mediante un juicio solemne; ha de exigir una respuesta irrevocable de fe, y ha de excluir la proposición contraria como herética. 

Es evidente que la casi totalidad del magisterio eclesial referido a la moral sexual y al matrimonio –por no decir que todo– es auténtico y, por ello, falible. Remito a los interesados en más detalles a lo que detenidamente expongo al respecto en mi libro Estuve divorciado y me acogisteis. Para comprender Amoris laetitia (PPC. Madrid, 2016).

A la luz de los datos aportados, creo que la conclusión que se impone es difícilmente cuestionable: cuando, al principio de su carta, el cardenal Müller recurre –apoyado en dicho Responsum de 1995– al artificio conceptual de “asentimiento religioso de la inteligencia y de la voluntad” está empleando una expresión extraña al Vaticano II y solo comprensible en el marco de una mentalidad infalibilista que extiende –como así sucedió a lo largo del pontificado de Juan Pablo II– el asentimiento de fe, propio de una doctrina infalible e irreformable, a otra clase de magisterio falible o, como he adelantado, en el mejor de los casos, inerrante o indefectible y, por ello, histórico. 

Es otra manera –sibilina e intelectualmente rebuscada– de intentar torpedear la recepción conciliar del Vaticano II a partir de lo aprobado en el aula conciliar y ratificado por Pablo VI con el fin de defender –y cuando toque, gestionar– un modelo de Iglesia congelado y en las antípodas de otro conciliar y puesto al día o aggiornado

La inconsistente carta –tanto desde el punto de vista dogmático como teológico y jurídico, además de pastoral– del cardenal Müller y las dudas (dubia) de sus compañeros de viaje se asientan en una recepción del Vaticano II a partir de la inconclusa Constitución Dogmática Pastor aeternus (1870), que solo es debidamente recibida en 1964 cuando los padres conciliares aprueban la doctrina sobre la colegialidad episcopal, tanto en el gobierno como en el magisterio eclesial, y Pablo VI la ratifica. Y, con tal doctrina, la de la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”. (Véase I y II).

E igualmente, cuando aprueban y ratifican la doctrina sobre la “catolicidad” como comunión de Iglesias locales; una verdad dogmática, teológica y jurídica que poco o nada tiene que ver con el modelo de Iglesia y unidad entendidos y vividos como una multinacional con delegados del presidente (en este caso, el Papa de turno) o “vicarios suyos” en todas las partes del mundo. Tal modelo de organización eclesial es muy común entre los partidarios de la teología “papolátrica” y preconciliar ya que leen e interpretan el Vaticano II a la luz del Vaticano I, algo evidente tanto en la carta del cardenal Müller como en sus “dudosos” compañeros de viaje, aunque sean cardenales.

Si a la diferenciación conciliar sobre el “asentimiento de fe” y el obsequio religioso” y a la proclamación, igualmente conciliar, de la catolicidad como “comunión de iglesias locales“ se suman las aportaciones de los Sínodos de 2014 y 2015 y la Carta postsinodal Amoris laetitia (2016)  sobre la necesidad de conjugar –en fidelidad con la tradición católica, cuando supera la herejía novaciana– la verdad con la misericordia, se puede concluir que volvemos a toparnos con el eterno ritornelo preconciliar con el que el cardenal Müller y sus “dudosos” compañeros pretenden asediar al papa Francisco, un Papa que, “venido del fin del mundo”, estaría siendo, en nombre de un inaceptable “pastoralismo”, no solo un iletrado teológico y jurídico, sino también un sospechoso desde el punto de vista dogmático. 

Si no me equivoco, tal es lo que vienen a decir el cardenal Müller y sus compañeros cardenales con sus dubia, no sé si debidamente conscientes del novacianismo (defensa de la verdad sin misericordia) con el que –así me lo parece– creo que andan flirteando. Pero no seré yo quien los acuse de eso. Por ello, digo que me parece que están “flirteando”. De momento, me basta con expresar la duda –que yo también tengo– cuando los leo, aunque no la envíe –ni tenga intención de hacerlo– al Dicasterio para la Doctrina de la fe para que me la despejen. Me basta con formulársela a ellos. Y, la verdad es que me gustaría escuchar su respuesta.

Finalmente, tengo que decir –en medio de este diálogo teológico en libertad (¡ojalá que hubiera sido posible en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI)– que, a veces, también tengo la impresión de ver al cardenal Müller y a sus compañeros cardenales sumidos en una duda que, por ser tan “metódica, sistemática y persistente”, creo que no van a poder superarla –me permito la ironía– ni aunque contaran con la inestimable ayuda de R. Descartes, el padre de las verdades claras y distintas. 

E ironías a un lado, sobre todo, tengo que decir que somos mayoría los teólogos, cristianos y cristianas que –cargados de razones evangélicas, teológicas y dogmáticas– venimos pidiendo, desde hace decenios, salir, cuanto antes, de la “duda sistémica” que, evidenciada más recientemente en el drama de la pederastia eclesial, urge superar por respeto a las víctimas y por coherencia con lo aprobado en el Vaticano II. Por eso, no queda más remedio que salir al paso de esta duda “sistémica” que asola a la Iglesia. Y luego, si quedan fuerzas, seguir atendiendo a otros pormenores de la carta del cardenal Müller, a los dubia de sus compañeros cardenales y al envoltorio preconciliar, absolutista y monárquico que, fallidamente, vienen pretendiendo imponer desde que finalizó el Vaticano II. 

Los padres y las madres sinodales tienen la palabra. Somos muchos los que agradeceríamos que no dejaran pasar la ocasión.

 

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