Recuperar lo sagrado

Recuperar lo sagrado

Uno de los problemas de nuestro tiempo en las sociedades occidentales –aunque quizás no sea exclusivo de ellas– se encuentra en la funcionalidad de la vida, cuyas páginas se pasan sin atención ni reconocimiento, dando por sentado todo lo que acontece, sobre lo que se cree que se tiene legítimo derecho. Sin embargo, la primera lección que deberían enseñarnos es el extraordinario milagro de la vida: la existencia de atmósfera, la composición de sus gases, la adecuada distancia al sol, la temperatura…, entre otras tantas “coincidencias”, que facilitan la existencia de una diversidad biológica estimada en 10 millones de especies, en las que observamos procesos asombrosos de adaptación, cooperación e interrelaciones. Algunas captan frecuencias sonoras y luminosas a las que nosotros no alcanzamos, por poner algún ejemplo, y recorren grandes distancias, a través de precisos mecanismos de orientación, para encontrar ambientes favorables en las diferentes estaciones. Así de fascinante se desvela el mundo natural.

En unas sociedades materializadas por la vorágine consumista, no reparamos en los rincones de la vida y olvidamos leer el libro de la naturaleza, de la que tanto habría que aprender y asombrarse. El ser humano es más que animal y racional, y su naturaleza más profunda se orienta hacia una espiritualidad que le conduce a la admiración y el misterio, a través de preguntas no siempre de fácil resolución. La naturaleza ha sido –y continúa siendo para muchos pueblos– sagrada. Morada de espíritus y deidades, hermosa forma de interpretación de quienes quedaban hechizados por el espectáculo de la existencia, a la manera de una gran orquesta que envuelve y eleva el corazón toda persona sensible. Gracias a esta visión, muchos espacios han sido protegidos y su biodiversidad preservada. Cuando la brutalidad y la ignorancia llegan a la conquista de “tesoros”, no solo se destruye lo externo, algo importante se quiebra también en nuestro ser personal y comunitario.

Nos levantamos y no damos las gracias por el día que se nos regala. Prestamos poca atención a todos los mecanismos vitales que suceden en nuestro organismo, que buscan siempre nuestro mejor tono. No estamos atentos al milagro de respirar, caminar o sentir. No observamos lo suficiente los cambios en los árboles de nuestras calles ni en las aves que nos visitan. Se perdió la costumbre de bendecir la mesa y comemos como un acto funcional más, sin reparar en el largo y sorprendente viaje desde la semilla hasta nuestros platos. No solemos tener tiempo para la reflexión, el silencio, la escucha o el encuentro. Ignoramos así nuestra identidad y rebajamos nuestra humanidad.

Todo lo que podemos observar es un regalo, comenzando con nuestros cuerpos y terminando con nuestras creaciones. Sí, elaboramos objetos y extraemos energía, pero a partir de materiales que nos han sido dados. Hay motivos para agradecer y convertir la gratitud en un valor permanente de nuestras vidas: sentir gratitud es sentirse afortunados.

La percepción de orden y grandeza que nos aporta la vida debe traducirse en respeto y valoración. El concepto “sagrado” que, en principio pudiera ser rechazado por sus connotaciones religiosas, apunta a dimensiones profundas del ser humano cuando se conecta con la humildad y se intuyen realidades superiores: la mística no está tan relacionada con recluirse en monasterios, sino con desarrollar la vida cotidiana impregnándola de un carácter profundo. Así, todo adquiere sentido y se disfruta desde el ser y no desde lo superficial. La visión sagrada de la vida llevará inmediatamente a protegerla, pues agredirla es profanarla. Sería deseable desplegar esta visión ante la sociedad, alejando la naturaleza de una utilización explotadora.

Parece que hasta ahora, solo poetas, místicos o maestros han sido capaces de captar esta realidad. Walt Whitman escribía: “Creo que una brizna de hierba no es menor que el camino que recorren los astros…, que el tendón más pequeño de mi mano aventaja a todo mecanismo…, que una vaca paciendo con su cabeza baja supera a cualquier escultura…” Hoy en que tanto hablamos, y con razón, del necesario cambio de modelo que conduzca a sociedades más justas, igualitarias y sostenibles, la primera revolución pendiente, sin duda, es la interior, que nos conectará con nuestro ser más auténtico y nos permitirá avanzar constructivamente, y en sintonía con los demás, frente a todos los desafíos que recorren el mundo.

 

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