Cristianas y cristianos en la vida pública

Cristianas y cristianos en la vida pública
Parece necesario actualizar, a la luz de los últimos acontecimientos que estamos viviendo en el mundo y la Iglesia, y a la luz del magisterio del papa Francisco, el tema de la presencia como cristianos en la vida pública (1).

Hoy día la legitimidad ética se construye por acuerdo nacido desde diferentes fuentes morales, seculares y religiosas. Y en este diálogo, los cristianos y cristianas no podemos permanecer al margen.

Las prioridades de presencia pública pasan –a juicio del papa Francisco– por dar respuesta a las necesidades de tierra, techo y trabajo de los descartados del mundo por la economía neoliberal, la llamada a la fraternidad universal y por la crisis climática y el llamado al cuidado de la casa común frente al paradigma tecnocrático.

En esta tarea de análisis sociohistórico y de discernimiento sobre la presencia pública de la comunidad cristiana es esencial la participación del conjunto del Pueblo de Dios, y especialmente de los fieles laicos.

Hace unas décadas no era posible acercarse al tema de la presencia pública sin aludir al debate entre los cristianos de la presencia y los cristianos de la mediación.

Este debate sigue teniendo vigencia para algunos sectores de la Iglesia, pero ha perdido la centralidad que tuvo. El debate ya no es esencial, obras propias sí o no, sino prudencial, qué obras tienen justificación y cuáles no. O sobre cuál debe ser el proceder, los contenidos o las servidumbres asumibles de estas obras para garantizar su identidad cristiana o su justificación en la misión evangelizadora de la Iglesia.

Junto a la secularización, el gran signo del cambio religioso, no solo en España sino en el mundo, es el pluralismo, el pluralismo religioso y secular. Este cambio altera sustantivamente los esquemas de la relación de la religión con el mundo y, consiguientemente, el marco de la presencia pública de los cristianos en la sociedad. Está, por un lado, en la base de una presencia reactiva y fundamentalista de la nueva derecha política; supone, por otro, una oportunidad para configurar un nuevo tipo de presencia más identificada y significativa de los católicos en la vida pública, superando el dilema de lo que parecía la aporía entre identidad y relevancia.

La presencia pública de los católicos no solo debe dejar toda nostalgia nacionalcatólica. Tampoco es posible en los términos de una Iglesia conciliar en una España democrática que se planteaba un nuevo impulso evangelizador gozando culturalmente de toda la plausibilidad de una religión mayoritaria. Eso es pasado. La disolución acomodaticia en el relativismo es un escenario de cierto catolicismo. Sin embargo, la alternativa real es el gueto de una subcultura cerrada y autorreferencial o la subcultura creativa y significativa. Esto depende tanto de una identidad propia fundada en el Evangelio y la tradición como de la capacidad de mantener una relación viva con la sociedad y la cultura. El ecologismo y el feminismo en los años 60 y 70 eran minorías, que con el tiempo se han convertido en vectores determinantes del cambio social. La minoría, si es gueto no transforma. Sin duda tenemos ante nosotros el reto de construir y buscar una nueva sacramentalidad de la comunidad católica en España desde la condición y el lugar social de la minoría.

Otro impacto del pluralismo se produce en el cambio en las relaciones de la religión con el Estado. La Iglesia deja de ser la única, con mayúsculas, la que se relaciona con el Estado, en régimen de monopolio. Ahora, en condiciones de pluralismo, el rol cambia, pasa a ser una Iglesia/una religión entre otras. La diversidad religiosa refuerza el proceso de laicización del Estado hacia una posición de neutralidad, evitando la confusión de una religión con el Estado.

Nuestras sociedades pluralistas, en lo que concierne a las visiones del mundo, se encuentran cada vez más a menudo escindidas por conflictos de valores que requiriendo regulaciones políticas no pueden excluir a los actores religiosos. Las comunidades religiosas pueden afirmarse en la vida política de las sociedades seculares como comunidades de interpretación.

Las religiones y los ciudadanos creyentes tienen el mismo derecho que los demás actores sociales a participar en la vida pública con su opinión, con sus propuestas, con sus valores, desde su sensibilidad axiológica específica. Excluir al actor religioso de la deliberación es poco compatible con el principio democrático. Eso sí, hay que ser exigente, de modo que concurra en igualdad de condiciones sin una pretensión superior y excluyente de verdad. En esta lucha por el reconocimiento del actor religioso en la deliberación democrática hemos de tener presente el pluralismo religioso ya existente.

Una cuestión capital de la presencia de los cristianos en la vida pública es la relación de la sociedad democrática con los valores morales.

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