Un pueblo de caminantes

Un pueblo de caminantes
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El verano en Canaán es cálido y largo. Al atardecer, cuando comienza a soplar la brisa, la gente de los clanes se sienta a la entrada de las tiendas y recuerdan juntos viejas historias, antiguas tradiciones de sus antepasados que vuelven a narrar a sus hijos y nietos.

«Somos un pueblo de caminantes desde que nuestro padre, Jacob, dejó su tierra y subió a Egipto con sus doce hijos. Sus descendientes se llamaron “israelitas” porque Israel fue el nombre que recibió Jacob la noche en que luchó con el ángel a orillas del Yabbok.

En Egipto llegamos a ser tan numerosos y fuertes, que el Faraón tuvo miedo, nos sometió a dura servidumbre y fuimos esclavos en medio de un pueblo que nos obligó a construir tumbas y templos para los que ellos adoraban como dioses, pero que eran incapaces de salvarlos de la muerte. El trabajo se convirtió para nosotros en esclavitud y nuestra vida consistía ya solo en producir, comer y dormir, para seguir teniendo la fuerza que nos permitiría seguir produciendo. Nuestra vida entera se convirtió en un gemido, en un clamor que rasgó los cielos y llegó a los oídos de nuestro Dios.

Y supimos entonces –y es nuestro orgullo contárselo a nuestros hijos– que su nombre es “El que está con vosotros”, el que camina a nuestro lado, un Dios que mira y escucha, un Dios de entrañas conmovidas ante el dolor de sus hijos.

Lo supimos sobre todo aquella noche maravillosa en la que nos pusimos en marcha juntos para salir de las tinieblas y adentrarnos en la luz gozosa de la libertad. Aquella noche, distinta a todas las demás noches, está grabada como un tatuaje en la memoria de nuestro pueblo y por eso la revivimos cada Pascua de generación en generación.

Los egipcios nos perseguían y, en nuestra huida, nos encontramos frente al otro gran enemigo: el mar. Estábamos acorralados y perdidos y el miedo nos ahogaba con sus olas gigantes cuando, de pronto, un fuerte viento comenzó a soplar. Y no supimos si fue su fuerza o la del cayado de Moisés extendido sobre el mar, lo que hizo que las aguas permitieran, obedientes, que nos adentráramos en ellas como en una procesión real, mientras nuestros enemigos eran engullidos en el fondo del abismo. Y con ellos se hundieron nuestra vieja vida de esclavos y nuestro miedo y nuestras dudas.

Al llegar a la otra orilla, éramos ya posesión perpetua del Dios que nos había convertido en un pueblo de sacerdotes y de reyes, que ahora podía celebrar una fiesta en el desierto. Por eso las mujeres salieron a danzar al son de tambores y cimbalillos y todos entonamos con ellas: “¡Cantemos al Señor, sublime es su victoria! ¡Caballo y carro ha arrojado en el mar!”.

Juntos habíamos salido de Egipto y juntos comenzamos a peregrinar por el desierto, ese lugar inmenso y terrible en el que cada piedra ocultaba una serpiente o un escorpión, en el que la soledad era tan terrible como la sed y la sed más dura de soportar que el hambre.

Fue un tiempo difícil, un tiempo de murmuraciones y revueltas, de tentaciones y caídas, de idolatrías y quejas, pero nuestros padres nos han contado: “No se gastaron nuestros vestidos ni se hincharon nuestros pies durante aquellos cuarenta años. El Señor caminaba con nosotros, defendiéndonos del sol deslumbrador del mediodía e impidiendo a las tinieblas de la noche arrebatarnos la luz de la esperanza. Él nos alimentaba con el maná, como una madre que prepara la comida para sus hijos; nos llevaba sobre sus alas como un águila a sus polluelos, nos conducía como un pastor a su rebaño. Nos hacía cabalgar sobre las montañas y nos daba a gustar miel de la peña, cuajada de vaca y leche de ovejas.

Él se portaba así con nosotros era porque,
a pesar de nuestra pequeñez, nos había elegido
para sellar una alianza con nosotros,
sin más razones que las de su misterioso amor

Y, si Él se portaba así con nosotros era porque, a pesar de nuestra pequeñez, nos había elegido para sellar una alianza con nosotros, sin más razones que las de su misterioso amor. Era una alianza recíproca que nos constituía en pueblo de su propiedad y en la que él se convertía en “el Dios de Israel”, es decir, en un Dios nuestro. “Yo soy el Dios que os sacó de Egipto, de la casa de esclavitud”, nos recordaba él inundándonos de gozo y haciendo nacer de ahí el deseo agradecido de responder a su amor y de ser fieles a su voluntad. No nos imponía una ley opresora de normas extrañas: la sentíamos cercana a nosotros, como nacida de nuestro propio corazón. Nos hablaba de aquello a lo que nadie quería volver: a un mundo de ídolos, de esclavitud y de magia, a un mundo en el que todo estaba en manos de uno solo, a un mundo en el que algunos se erigían en dueños de los otros. Nos desafiaba a hacer camino juntos, manteniendo relaciones de hermanos, a apoyaros unos a otros en la dureza de la marcha, a compartir el pan y agua, a cuidar de los que desfallecían en el camino.

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Cuando llegó la catástrofe y nos fuimos desterrados a Babilonia, recordábamos con nostalgia aquella voz ahora silenciosa y aquella alianza que ahora parecía rota para siempre. Se nos había muerto la esperanza, como una caña que se quiebra, como la llama de un candil que se extingue, como la huella que borra el viento del desierto.

Hasta aquel día en que un profeta se puso a gritar: “¡Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios! Hablad al corazón de Jerusalén, decidle que ya ha satisfecho su culpa… En el desierto, ¡preparad un camino al Señor!”.

Emprendimos de nuevo el camino para dirigirnos a nuestra tierra, más conscientes ya de que caminar juntos era el sello que marcaba nuestro destino, que una y otra vez íbamos a sembrar llorando, esperando poder un día cosechar entre cantares.

Que, una y otra vez, haríamos la experiencia de que más allá de la dureza del camino, nuestro Dios marchaba a nuestro lado y conocíamos hasta dónde llega su lealtad cuando promete y su fidelidad cuando ama».

 

 

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