El pequeño niño ruso

El pequeño niño ruso
Imagen I tomsickova (123rf)

Estaba solo. El pequeño niño ruso se había quedado solo. En el recreo su profesora de lengua, le veía sentado en el borde de ladrillo encalado que delimitaba el territorio de juegos, con un pequeño jardín con dos grades ficus. Estaba tan triste que no pudo evitar caminar hacia él y decirle que no le iba a pasar nada malo a su amigo, que si le echaba de menos siempre podía escribirle. El pequeño niño ucraniano había regresado a su país después de tres meses de refugio en España. Su familia había decidido que debía regresar. Su ciudad no corría un peligro inminente y no querían que fuera una carga para sus tíos.

Tres meses antes, el pequeño niño ruso se había extrañado de ver a otro niño de su clase hablando muy parecido él con las personas que lo venían a recoger. Y un día le dirigió la palabra.
Al principio no se entendían demasiado bien, pero poco a poco fueron a acostumbrándose el uno a la lengua del otro. El profesorado quería que el pequeño niño ucraniano se integrara y jugara con los niños del país que le había acogido, pero no les entendía, no les entendía nada.

Quién le iba a decir a la profesora de lengua
que la amistad de los pequeños niños
le iba a hacer recobrar un poquito
de esperanza en el ser humano

La profesora de lengua les observaba jugar, reírse, hacer un poco el idiota, encaramarse peligrosamente al ficus y ver como cuidaban el uno del otro. Quién le iba a decir a la profesora de lengua que la amistad de los pequeños niños le iba a hacer recobrar un poquito de esperanza en el ser humano. Recordaba muy a menudo, el último episodio que le había hecho perderla definitivamente por próximo e indignantemente estúpido. Un incendio en su edificio.

Un olor a quemado al principio casi imperceptible, fue llegando a la habitación donde corregía exámenes. Como se ensimismaba mucho para no equivocarse en las calificaciones, tardó un tiempo en darse cuenta de que se trataba de un incendio en alguna zona de su edificio. Salió al rellano. El humo se concentraba en los pisos superiores. Pensó en la anciana con principios de demencia que vivía en el último piso. Subió de dos en dos los peldaños. Cuando llamó a su puerta, la anciana la abrió desorientada mientras intentaba abrocharse su bata. Tras ella, una espesa nube de humo negro y tras éste, llamas espesas saliendo de la campana extractora. Sacó a la mujer del piso a garrándole la muñeca y la apresuró para que bajara la escalera.

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Mientras bajaba con la anciana, fue llamando una a una a todas las puertas, pidiendo a los vecinos que llamaran a los bomberos. Pocos le abrieron y los que lo hicieron la tacharon de exagerada. Dejó a la anciana en el interior del portal y cruzó la calle dirigiéndose al supermercado de enfrente, donde volvió a pedir socorro. Una cajera le dijo que no se hiciera la heroína ni la generosa, que la anciana no le importaba en absoluto solo salvar su casa…Recordó que tenía su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón y temblorosa, llamó a los bomberos. Lo que más le aterró, fue aquella mezquindad letal. Comprendió que no llamaban a los bomberos por ahorrarse unos céntimos y el mero esfuerzo de ayudar.

Y allí estaban aquellos niños unidos por el mar de muerte y fuego que los quería separar, haciendo evidente que la guerra era fruto de nuevo de la letal mezquindad adulta.

El pequeño niño ruso no quería escribir al pequeño niño ucraniano. Se avergonzaba. Así que esta vez fue el pequeño niño ucraniano el que inició la conversación. Y la profesora de lengua, respiró tranquila.

 

 

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