Jesús Martínez Gordo: «Debemos contribuir a erradicar los “calvarios” y evitar más dolor, muerte y desolación»

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En su último libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021) el presbítero de la diócesis de Bilbao, profesor de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz, vuelca su amplio conocimiento sobre la originalidad de la espiritualidad cristiana, siempre en diálogo con la cultura de cada momento.

¿Se puede hablar de una espiritualidad «sin carne»?

La espiritualidad tiene que ver con el Espíritu, del que en el credo nicenoconstantinopolitano se dice que es «Señor y dador de vida». La entiendo como participación de la vida en plenitud, de la que nuestra existencia es una anticipación. Así experimentada y formulada, tiene que ver con la vida personal y social y, por supuesto, con el mundo en el que existimos, es decir, «la carne».

Además, como «jesu-cristiano», no me parece aceptable erigir la distinción conceptual entre «carne» y Espíritu, Jesús y Cristo, inmanencia y trascendencia o yo y lo otro, como si reflejaran una separación real. La vida es una. Es un error tratar de experimentar y entender lo que es fruto de distinciones conceptuales como realidades no interrelacionadas, es decir, separadas. A diferencia de estos dualismos, una espiritualidad «jesu-cristiana» es la que nos ayuda a vivir y dar razón de la unidad en la que vivimos, nos movemos y existimos.

¿Las espiritualidades ateas pueden aportar algún punto de encuentro hoy para los cristianos en el diálogo con nuestra sociedad, con esta cultura?

Existen las espiritualidades, también llamadas «místicas», ateas o «sin Dios», profanas, agnósticas y nihilistas. Hay «increyentes» que reconocen la existencia de esa relación y unión con dichos «todo», «absoluto», «sí eterno», vacío o «nada», diferenciándose unas experiencias de otras por sus explicaciones. Tal es el caso, entre otros, de André Comte-Sponville, George Bataille, J. C. Bologne o L. Wittgenstein. Y mucho antes que ellos, Plotino, el autor de las Enéadas, en el siglo III.

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Cuando creyentes e increyentes dialogan, a partir de este terreno común, el debate consiste en precisar el grado –mayor o menor– de consistencia racional o argumentativa de las diversas explicaciones aportadas a partir de las comunes y, a la vez, diferenciadas, experiencias de relación con la realidad. Y, por supuesto, sobre la capacidad integradora de dichas experiencias. Pero, sobre todo, si son experiencias y discursos en los que hay circulación, articulación, equilibrio y mutuo enriquecimiento, con sus legítimas diferencias, entre estos tres montes simbólicos: Tabur, Calvario y Bienaventuranzas.

¿Qué tiene que aportar esta espiritualidad «jesu-cristiana» a la cultura de hoy y a otras espiritualidades?, ¿la carne?, ¿la alteridad?

En primer lugar, la importancia de la unidad y de la distinción sin separación entre la cabeza, el corazón, los pies y las manos: de la cabeza, como sede simbólica del discurso racional y del programa; del corazón, como «lugar» de la experiencia y de los pies y de las manos, mediaciones del compromiso transformador. Y la excelencia que son, como fruto de dicha distinción sin separación, la gran cantidad de espiritualidades, teologías y explicaciones; incluidas las agnósticas y nihilistas, además de las ateas o «sin Dios».

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