Acompañamiento en el Centro de Internamiento de Extranjeros

Acompañamiento en el Centro de Internamiento de Extranjeros
CIE de Aluche en Madrid | Foto: Adolfo Luján (Flickr)
Desearía empezar con una frase del libro del Génesis: «El Señor dijo a Abrahán: vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré». Y me parece encontrar un eco de estas palabras en la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo artículo 13 afirma el derecho de cada individuo a salir del propio país en busca de la vida con la que sueña.

Desde marzo del año 2020, que vio la llegada del COVID-19, la pandemia ha marcado nuestro día a día y no podía no marcar también a los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) y a todos cuantos en ellos están internados.

Empecé a visitar el CIE de Aluche a principios del año 2017, cuando volví a mi país después de muchos años fuera. En realidad, ni sabía ni adivinaba lo que la visita supone, tanto para los allí internados como para quienes los visitamos regularmente.

Todos vemos en la televisión la llegada de estos jóvenes y cómo son acogidos por la Cruz Roja, pero no podemos imaginar lo que viven ellos en ese viaje y en su llegada a España…

Yo tampoco lo imaginaba. Muchos de ellos me han contado el viaje, en patera o bajo las ruedas de un camión. Miedo, esperanza, confianza, valentía, deseo de superación…

En realidad, el CIE no es una cárcel, es «centro de internamiento de extranjeros». Quienes en ellos se encuentran no son delincuentes. Su único delito es el de llegar a un país distinto del propio y de llegar indocumentados deseando labrarse, en esta puerta de Europa que es España, un «futuro», una vida mejor a la que encuentran en sus países de origen. La detención de estas personas tiene algo de arbitrario.

Y, si no hay delito, ¿cómo se sienten los internos de estos centros? Desde luego, no se sienten delincuentes. Antes de la pandemia, a menudo, veía en los ojos de estos jóvenes una especie de orgullo, sabiendo que el paso dado puede ser el principio de esa vida con la que sueñan, pero pronto se dan cuenta de que «todo», absolutamente todo, se para en el momento en que ingresan en este centro.

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Hoy día, percibo temor y, sobre todo, una dignidad herida: «Aquí no hay humanidad, ni derechos humanos, no somos personas, una tragedia, pero, por lo menos, tengo la conciencia tranquila», son algunos de los comentarios recibidos en mis visitas.

Viniendo sobre todo de Argelia o Marruecos, los jóvenes suelen llegar hacinados en pateras. En Málaga, Valencia, Almería… son recibidos por la Cruz Roja y suelen pasar uno o dos días en el puerto de llegada. Si vienen juntos amigos, parientes, pueden ser separados y a menudo permanecen unos días en prisión en la ciudad a la que llegaron.

«Aterrizan» en un calabozo, esposados antes de ser conducidos al CIE. Y, más tarde, las largas jornadas en el centro, sin ninguna actividad programada, a no ser la visita al médico, al abogado, al juez o alguna visita esporádica de familiares o amigos. Igualmente, las de las ONG, como Pueblos Unidos.…

Cada vez que tengo en la lista un joven para una primera visita, noto casi a flor de piel su «indecisión», su temor, quizá. ¿Qué será esta visita? La primera toma de contacto es muy tímida, empiezo por presentarme y ya percibo en sus ojos un alivio al oír hablar su idioma. Pido permiso para tomar nota de los detalles de su situación y la sonrisa empieza a dibujarse tímidamente en sus labios.

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