La experiencia de Jacob para entender la sinodalidad

La experiencia de Jacob para entender la sinodalidad

“La historia de la Biblia es la historia de la Palabra de Dios a los hombres (Hebreos 1, 1-2). Pero en ningún lugar de la Biblia nos encontramos con la Palabra de Dios directamente. Siempre llega a nosotros por medio de determinados hombres, siempre de forma humana y en un lenguaje humano; y la narración del diálogo entre Dios y sus interlocutores privilegiados ha sido enteramente redactada por hombres”[1].

Podríamos añadir que Dios, en su manera de trasmitirnos su Palabra por medio de personas, en forma humana y en lenguaje humano, también lo hace respetando el estilo humano. Y eso implica que, en su relación amorosa con nosotros, siempre respeta nuestros tiempos, lo que equivale a decir que, cuando entra en relación con nosotros, lo hace iniciando procesos, que muchas veces nos introducen en  un estado de crisis, pero del que, si lo afrontamos positivamente, salimos más crecidos, más maduros, más humanos.

A este respecto, queremos recurrir a una experiencia transformadora producida en el profeta Jacob y ocurrida en el transcurso de su peregrinar entre Betel y Penuel, a través del cual su encuentro con Dios cambió totalmente su vida, tal como leemos en el libro del Génesis. Para un mejor entendimiento de lo que queremos explicar de ahora en adelante, bueno será que aclaremos que Betel significa “casa de Dios” y que el significado de Penuel es “rostro de Dios”.

Ya conocemos la triple fechoría de Jacob: engaña a su padre vistiendo piel de cabrito, roba a su hermano mayor la bendición que correspondía al primogénito e involucra a su madre Rebeca en la fraudulenta operación (Génesis 27, 1-41).

Como consecuencia de esta fechoría y huyendo de su hermano Esaú, Jacob aconsejado por su madre inicia un largo viaje que le lleva hasta Betel, donde por primera vez cae en la cuenta de que Dios, pese a su reprobable conducta, le acompañaba en su vida. Lo podemos descubrir leyendo Génesis 28, 10-22, pero dejemos que una voz más autorizada explique lo que, a partir de Betel, empieza a experimentar Jacob.

“El Dios que ha estado callado mientras se sucedían  las intrigas y los enredos de Jacob y de Rebeca, desvela su sentir y su querer. La coyuntura escogida para revelarse no es la del triunfo de Jacob, sino una ocasión en que se siente perdido  y desprovisto de su seguridad y su potencia. Dejar atrás la casa familiar, la noche y el sueño son símbolos muy elocuentes en el relato de Génesis 28, 10-22. Evocan la inseguridad, la debilidad, la pérdida de control. Y es precisamente en esta situación y no en la anterior, cuando Dios se le manifiesta y le habla, cuando se deja sentir como Aquel que ofrece y regala todos los beneficios que previamente Jacob quiso arrebatar por la fuerza del engaño y la astucia, en un gesto prometeico”[2].

Tras este encuentro, descrito en los versículos 13 al 15 del capítulo 28, Jacob descubre  al Señor, “realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía” (Génesis 28, 16). Y a continuación, pronuncia un voto “si Dios está conmigo y me guarda en el viaje que estoy haciendo y me da pan para comer y vestido para cubrirme, y si vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios, y esta piedra que ha colocado como estela será una casa de Dios y te daré un diezmo de todo lo que me des” (Génesis 28, 20-22).

Jacob, tras ese sueño, descubre que Dios está con él y que le invita a un viaje  que le llevará, convertido en hombre nuevo, de vuelta a la casa paterna  y, sobre todo, poniendo a Dios en el centro de su vida, “el Señor será mi Dios”.

Jacob ha iniciado en Betel un viaje que le llevará tras varias peripecias de vuelta a Canaán, pero antes en Penuel tendrá una nueva y definitiva experiencia de Dios. En Génesis 31, 13 Dios le dirá “Yo soy el Dios de Betel, donde ungiste una estela y me hiciste un voto. Ahora, levántate, sal de esta tierra y vuelve a tu tierra nativa”.

En ese camino de vuelta, Dios se vuelve a aparecer a Jacob. Es un encuentro de difícil comprensión, otra vez de noche y solo, cuando leemos que “un hombre peleó con él hasta despuntar la aurora. Viendo que no le podía, le golpeó la cavidad del muslo, y se le quedó tiesa a Jacob la cavidad del muslo mientras peleaba con él. Dijo, suéltame que despunta la aurora.  Pero Jacob respondió, no te suelto si no me bendices. Le dijo, ¿cómo te llamas? Contestó: Jacob. Repuso: Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y hombres y has podido. Jacob a su vez le preguntó: Dime tu nombre. Contestó: ¿por qué preguntas por mi nombre? Y lo bendijo allí. Jacob llamó al lugar Penuel, diciendo: he visto a Dios cara a cara, y he salido vivo” (32, 25-31).

De Betel a Penuel, desde la debilidad, Jacob inicia un viaje de regreso que le permite sentirse, gracias a la compañía y protección de Dios, un hombre nuevo, tanto es así que, pese a haber visto a Dios cara a cara “he salido vivo” (Génesis 32, 31), y eso que Jacob-Israel sabe muy bien que “nadie puede ver mi rostro y quedar con vida” (Éxodo 33, 20).  Ha salido como un hombre nuevo, el hombre viejo ha muerto tras el proceso que le ha llevado a encontrarse con Dios y aceptar que Él  sea el centro de su vida.

Tras Penuel, Jacob es otra persona. De la bendición robada ha pasado a una bendición suplicada. Como prueba de que es un hombre nuevo, Jacob ha pasado a llamarse Israel, con todo  lo que eso supone para  el pueblo judío, donde el cambio de nombre equivale a admitir que Dios te ha elegido para una misión especial (recordemos a Abrán y Sarai convertidos en Abraham y Sara, a Simón convertido en Pedro o a Saulo convertido en Pablo)

Y en prueba de esa transformación operada en él en su caminar de Betal a Penuel, todo el capítulo 33 nos muestra la reconciliación entre los hermanos. “Él (Jacob) se adelantó y se fue postrando en tierra siete veces hasta alcanzar a su hermano. Esaú corrió a recibirlo, lo abrazó, se le echó al cuello y lo besó llorando” (33, 3-4). Alguna semblanza hay con la parábola del Hijo pródigo, o más bien del Padre misericordioso.

Esta incursión por algunos de los episodios que de niños estudiábamos bajo el título de Historia Sagrada nos ha permitido conocer que Dios, partiendo de nuestra naturaleza y a pesar de nuestras debilidades, escribe recto con renglones torcidos y va guiando nuestros pasos a través de procesos que gradualmente nos van transformando y haciendo personas nuevas.

¿Nos podrá esta experiencia, extraída de nuestra prehistoria, ayudar a entender e introducirnos en lo que el papa Francisco pretende al querer una Iglesia sinodal? ¿Llegaremos en la Iglesia a un consenso generalizado, pese a las dificultades que el Papa está encontrando al interior de la comunidad eclesial, que nos haga comprender que, en palabras del mismo Francisco, “la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio”?

Creemos que sí. Pese a las dificultades que ponen los sectores conservadores de la Iglesia, más centrados en la ortodoxia que en la ortopraxis;  pese a las impaciencias de los sectores considerados más vanguardistas, que querrían ver ya ahora y aquí tantas y tantas cosas, la sinodalidad la hemos de ver como un proceso que, aunque nos introduzca en períodos de crisis, si lo vivimos como tal, será el instrumento del que se valdrá Dios para que todos, recorriendo el camino que va “de Betel a Penuel”, nos encontremos con Él, muramos a un modelo de Iglesia caduco y renazcamos a un modelo de Iglesia más evangélica y más acorde con los valores del reino que Cristo predicó con su palabra y nos mostró con sus signos liberadores.

Para nosotros puede parecer tarea difícil y casi imposible, pero para Dios no. Aunque no lo sepamos, Él está ahí.

 

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Notas
[1] Valerio Manucci, La Biblia como Palabra de Dios. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998
[2] Elisa Estévez López, Para tu libertad bastan mis alas: Encuentro de Jacob con la divinidad. Verbo Divino, Estella, 2006

 

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