¿Se está perdiendo la vergüenza?

¿Se está perdiendo la vergüenza?

 

“Lo que hasta hace pocos años no podía ser dicho por alguien sin el riesgo de perder el respeto de todo el mundo, hoy puede ser expresado con toda su crudeza aún por algunas autoridades políticas y permanecer impune”.

Estas palabras entrecomilladas las escribe el papa Francisco en el punto 45 de su encíclica Fratelli tutti (Hermanos todos) y reflejan claramente una situación muy actual que tenemos que soportar los ciudadanos de a pie cada día con más frecuencia.

No es que los personajes públicos del mundo de la política, la economía y las finanzas o los medios de comunicación –también, a veces, de la Iglesia, para vergüenza de quienes nos confesamos creyentes– hayan entrado en un proceso de catarsis sanadora que les ha ayudado a ver las cosas con una claridad de la que antes estaban carentes, sino más bien que, aprovechando las sucesivas situaciones de crisis que venimos padeciendo desde aproximadamente el año 2008, han perdido el respeto y la vergüenza y, dejando a un lado lo que se conoce como “políticamente correcto”, expresan lo que siempre han pensado pero no se atrevían a decir. Veamos algunos ejemplos.

A poco de empezar la crisis del año 2008, diciembre de 2009, Esperanza Aguirre, entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, se despachaba en el transcurso de una entrevista televisiva afirmando que la mayor incompatibilidad con los cuatro millones de parados que había en aquellos momentos no eran los sueldos millonarios de los altos ejecutivos, ni las cuantiosas ganancias de la banca pese a la situación de crisis, tampoco las fortunas en paraísos fiscales. ¿Cuál era según esa señora la mayor incompatibilidad? Nada menos que los liberados sindicales.

Ni por casualidad se le ocurrió a doña Esperanza encontrar incompatibilidades entre dirigentes patronales que, dedicados a legítimas tareas de coordinación o dirección de corporaciones empresariales, a lo mejor abandonaban sus propias empresas y, como fue el caso del entonces presidente de la CEOE, el Sr. Díaz Ferrán, tuvieron que cerrar o suspender actividades. No, el problema eran los sindicatos, –¡faltaría más!–, y los que en representación de los trabajadores dedican su tiempo a la defensa de los derechos laborales.

Unos meses después, marzo de 2010,  el entonces director de Relaciones Laborales de la patronal, José de la Cavada, hablaba de un contrato de inserción para jóvenes, sin indemnización por despido ni derecho a paro. Es cierto que, ante el revuelo organizado ante tan imaginativa propuesta, al día siguiente salió el Sr. Díaz Ferrán diciendo que ese contrato era solo un ejemplo, pero que nada más lejos de las intenciones de la patronal.

Allá por el año 2013, se supo que Arturo Fernández, presidente de la patronal madrileña y vicepresidente de la CEOE, y que era el concesionario de la cafetería del Congreso de los Diputados, había pagado fuera de nómina –es decir, “en negro”– a sus empleados las horas extras –recalco por si alguien no se ha enterado bien: los camareros y cocineros de la cafetería del Congreso de los Diputados, cobrando “en negro”–. Un hecho como este, que en otras circunstancias habría merecido pública repulsa general, fue justificado por Esperanza Aguirre y por el presidente de la CEOE nada menos que con el argumento de que “a veces la legislación es muy difícil de cumplir”.

Por las mismas fechas, el presidente de la patronal de León decía que, cuando un trabajador es despedido, si procede indemnizar, sea el trabajador el que indemnice al empresario por el tiempo que le ha dado trabajo. ¡Sí, lo han leído bien! El trabajador no solo ha de soportar el despido, sino que además debe indemnizar a su empleador.

Ya en época más cercana, por el mes de mayo de 2020, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, se despachaba con esta frase a raíz de la discusión sobre qué tipo de medidas cabía adoptar para controlar la expansión del virus por Madrid: “No se trata de confinar al cien por cien de la población para que el uno por ciento se cure”. Conviene advertir que el uno por ciento de la población de Madrid en aquellos momentos ascendía a la cantidad de 66.420 madrileños y madrileñas.

Recuerdo que cuatro o cinco meses antes de tan significativa frase pronunciada por la Sra. Ayuso, alguien me formuló la siguiente pregunta: “Algunos poderosos manifiestan la opinión de que en el mundo sobra gente, que se ha de reducir la población y ven con buenos ojos la pandemia. ¿Cómo responder a esta opinión?” Incluyo en esta reflexión parte de lo que contesté a quien me formuló esa pregunta.

“Desde muy antiguo, una parte minoritaria de la humanidad ha vivido y mantenido sus privilegios a costa del sufrimiento e incluso de la esclavitud de una mayoría empobrecida, de la que se han servido como mano de obra y de quien se ha prescindido cuando su concurso y aportación no eran necesarios. A estos el papa Francisco les llama descartados.

Y para ello, han ido apareciendo ideas más o menos peregrinas que han dado soporte ideológico a estrategias encaminadas a mantener el statu quo de quienes controlan los hilos del poder.

Una de ellas, cuando la Revolución Industrial iniciaba su andadura, fue la de Thomas Robert Malthús (1766-1834) quien afirmaba que la población crecía más deprisa que los alimentos (la población crecía en progresión geométrica, mientras que los alimentos lo hacían en progresión aritmética), motivo por el cual, según aquella ideología, de no intervenir obstáculos regresivos, tales como guerras, enfermedades o hambrunas, el nacimiento de nuevos seres humanos aumentaría la pauperización de la especie humana, e incluso podría provocar su extinción.

Ni que decir tiene que tales ideas sirvieron de trampolín a Darwin y otros biólogos evolucionistas de la época para llegar a la teoría de la selección natural de las especies y que, aplicada a comunidades humanas, dio pie a lo que conocemos hoy en día como darwinismo social.

Porque en definitiva, de eso se trata. Quienes consideran que las guerras, las enfermedades y otro tipo de catástrofes son, aunque lamentables, beneficiosas para la humanidad, son personas que, por lo general, se incluyen entre la clase dominante y por ello, por ser más fuertes o gozar de más recursos, pueden sobrevivir frente a quienes por su debilidad, en la mayoría de veces provocada (de ahí que hablemos de empobrecidos y no de pobres), se encuentran indefensos ante esas situaciones de tipo catastrófico.

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Afirmar que todo esto puede ser bueno, es darwinismo social puro y duro.  Debilitar a los empobrecidos para que, catástrofes mediante, la humanidad se vaya seleccionando y sobrevivan los más fuertes o los más preparados”.

Ya sé que, con tanta crudeza, esto no lo ha afirmado la Sra. Ayuso, y que dejar a su suerte al uno por ciento de la población para no perjudicar al noventa y nueva por ciento de la misma, podría parecer una medida lógica si volvemos la oración al revés y nos preguntáramos si sería de recibo sacrificar al noventa y nueve por ciento en aras de salvar al uno por ciento.

Pero es que aquí no estamos hablando ni de gramática ni de economía –que es por donde iban las pretensiones de la Sra. Ayuso al vincular la frase que comentamos con el no estancamiento de la actividad comercial, recordemos otra frase genial pronunciada poco después: “aquí todos, tras una dura jornada laboral, podemos salir a tomar unas cañas”– sino de personas.

Y precisamente porque hablamos de personas, no podemos admitir que el noventa y nueve por ciento de la humanidad (o de la Comunidad de Madrid) pueda vivir tan tranquilamente –incluso tomando unas cañas tras una dura jornada laboral– sabiendo que su actividad se hace a costa de un uno por ciento que, además y precisamente, es la parte más débil del cuerpo social.

Somos seres sociales, más bien habríamos de decir que somos seres comunitarios y, por ello, responsables los unos de los otros aunque ya desde muy antiguo (recordemos el relato bíblico de Caín y Abel) hayamos tenido la tentación de desentendernos de la suerte de los hermanos.

Nos guste o no, como seres comunitarios, “existimos y nos desarrollamos gracias a la ayuda de nuestros semejantes, somos una especie animal especialmente frágil, condenada a la inexistencia sin la intermediación de los cuidados ajenos”*. Algo así nos quiere decir el papa Francisco en la encíclica antes citada cuando en el punto 137 de la misma afirma que “necesitamos desarrollar esta conciencia de que hoy o nos salvamos todos o no se salva nadie”.

Las palabras que comentamos de la Sra. Ayuso están muy alejadas de esta conciencia a la que nos llama el Papa –cosa por otra parte que no nos extraña a la vista de sus opiniones acerca de Francisco–, más bien están en sintonía con lo que él critica en el punto 18 del mismo documento “partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites”.

Más recientemente, mediados de octubre del año 2021, también la Sra. Ayuso en sede parlamentaria de la Asamblea de Madrid, ante una interpelación de la portavoz de Vox, Rocío Monasterio, que pedía la educación gratuita para todos, se despachaba de la siguiente manera “no podemos regalarle a todo el mundo la educación porque no es sostenible el sistema, si no, créanme que lo haría”.

Si su anterior afirmación suponía un atentado a la vida de los más débiles y vulnerables, aquí ataca uno de los pilares básicos –la educación para todos– del conocido como “estado de bienestar”. Y lo hace amparándose en la consabida excusa que también se alude cuando, desde postulados neoliberales, se trata de justificar cualquier recorte: “no es sostenible”. Imaginémonos el panorama que se nos viene encima.

La afirmación, no desmentida ni matizada por ningún miembro del partido de la Sra. Ayuso, puede ser entendida en clave que supera los límites de la Comunidad Autónoma de Madrid y nos hace temblar ante la posibilidad de que el Partido Popular llegue a gobernar un día en España, temblor que se acrecienta si añadimos que, muy probablemente y como ocurre en varias comunidades autónomas, ese posible gobierno precise de la ayuda de Vox. De ahí a que estudie quien pueda pagar no hay más que un paso.

Unos días después de la anterior afirmación, otra vez la Sra. Ayuso –¿qué clase de carácter debe imprimir la condición de presidenta de la Comunidad de Madrid que las tres que ha habido hasta el presente compiten entre ellas a la hora de hacer declaraciones disparatadas?– nos obsequiaba con la siguiente perla: “Yo lo que veo es la nada. Es el mismo camino de siempre. Destruir empleo, dividir a España y más socialismo”.

La frase que comentamos induciría a pensar que responde a alguna medida económica del, por ella llamado, “gobierno social-comunista”. Cometeríamos un craso error si así pensáramos. La frase era para responder a una pregunta que se le formuló sobre el anuncio del presidente Sánchez de una futura ley que prohibirá la prostitución en España.

Según esta señora que preside la Comunidad de Madrid, y que las malas lenguas dicen que apunta más alto, (al gobierno de España), suprimir la prostitución es algo no loable ya que con esa medida, además de dividir a España y profundizar en el socialismo, se pretende “destruir empleo”.

Recuerdo que, siendo yo niño, el cura de mi pueblo inició una dura campaña –con un extenso y razonado alegato, impreso y difundido por el pueblo– tendente a que se cerrara la única casa de lenocinio existente en la localidad.

Produciéndose el hecho aludido a principios de los años cincuenta del pasado siglo, e inmersos como estábamos en pleno franquismo, lo lógico sería pensar que las autoridades de la entonces conocida como “católica España” secundarían la campaña del párroco de la localidad. Nada más lejos de la realidad: las entonces conocidas como “jerarquías del régimen” defendieron la continuidad en la actividad del centro de lenocinio –como así ocurrió hasta varios años después– con el mismo argumento de la Sra. Ayuso: “no es bueno destruir puestos de trabajo”. ¡Sin comentarios!

En algún escrito anterior, ya hicimos referencia a manifestaciones más cercanas en el tiempo y pronunciadas por hombres de la economía y la política (no hablar tanto de pobres, –Sr. Garamendi–, o es muy antiguo volver a hablar de ricos y pobres, –Sr. Rajoy–), que nos confirman en el interrogante con que empezaba esta reflexión.

Lo dicho, “se está perdiendo la vergüenza”.

 

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Nota
*José Laguna, Vulnerables. El cuidado como horizonte político. Cuadernos Cristianismo y Justicia, 219.

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